Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas, para ver tu poder y tu gloria, así como te he mirado en el santuario. Salmo 63:1-2
Un desierto es un lugar solitario, despoblado, vacío, inhabitable, inhóspito. En la vida cristiana cuando hablamos de desiertos, estamos hablando de tiempos difíciles. Tiempos de confusión, tiempos de pruebas, tiempos de soledad, tiempo donde no oímos la voz de Dios. Tiempos donde no entendemos el por qué de muchas cosas.
David escribió este Salmo estando en el desierto de Judá. Algunos comentarios dicen que este tiempo fue cuando huía de delante de Saúl. Otros, dicen que fue en la época cuando huyó del palacio delante de su hijo Absalón. El porque estaba en el desierto no lo sabemos con seguridad, lo cierto es que estaba en un desierto árido, donde no había agua, huyendo y en angustia.
Allí, en este desierto, en esa situación adversa el reconoce que Dios era su Dios. Él le promete buscarlo de madrugada porque sentía sed de su presencia. Allí en ese lugar árido su ser anhelaba la comunión intima con su Señor, para ver el poder y la gloria de Dios en su vida, y en su situación.
Es cuando pasamos por el desierto que conocemos mas a Dios. Son en esos momentos difíciles cuando nos rendimos completamente ante los pies del Señor, reconociendo que solamente él, puede sacarnos del desierto y llevarnos a la victoria.
Es en el desierto donde nos acordamos de todas las bendiciones que hemos recibidos de su mano. Es en ese tiempo donde nos acordamos que él ha sido nuestro socorro y entonces, debajo de sus alas nos refugiamos. Es en ese tiempo de prueba donde nuestra alma se apega a él y sentimos como su diestra nos sostiene. ¡Amén!